miércoles, 14 de junio de 2017

Volver a trepar

Observar desde arriba sin ser visto es casi ser pájaro.
Las alturas cambian las cosas, no se respetan los tamaños y los grandes se hacen chicos.

Los ombúes generosos son los que tienen un tronco ancho desde donde parten las ramas gruesas buscando el cielo. Esa forma de cilindro chato ofrece un fácil acceso al primer nivel de altura. Estos árboles abren los brazos y reciben a los niños que quieran trepar.

El ombú grande me sostenía en sus faldas, yo me sentaba sobre su piel rugosa y él escuchaba mis pensamientos, sin ningún apuro; luego me dejaba entrar en él sujetándome de una rama baja dispuesta como agarradero.
El ombú grande tenía todo: la cocina en un grupo de ramas, subiendo hasta otro tramo estaba el estar que tenía verdaderos asientos formados por tablas que habíamos colocado entre una rama y otra. Pero, ¡una lástima!, el árbol carecía de dormitorio, es que precisábamos una superficie plana.
En la cocina teníamos un trozo de galleta de campaña por si nos daba hambre ―aunque a veces las hormigas negras nos ganaban de mano― y un vaso de aluminio con agua, también una ollita agujereada y un palito-cuchara para revolver "la comida" hecha a base de semillas y hojas verdes de ombú.
Cada día, luego de trepar mis hermanos y yo nos repartíamos las tareas y la actividad de la casa: cocinar, limpiar, ordenar y "comer". Además, traíamos al árbol algunos objetos, un día subimos (sin que nos vieran) la radio Spica ―y no cuento, por miedo al rezongo, que se me cayó desde lo alto, pero siguió funcionando―, otro día llevamos el largavista de papá (nadie lo supo).
El disfrute mayor era comer pan casero trepados en la casa del árbol. A mitad de mañana salían de la cocina a leña los panes grandes y dorados; había que esperar a que se enfriaran mientras se nos hacía agua la boca, puedo sentir, aún, el olor irrepetible que vagaba en el aire. Luego de unos minutos interminables, Mamá cortaba gruesas rodajas de pan tibio ―que ella misma amasaba y horneaba― y las repartía, así nos íbamos cada uno con su trofeo a disfrutarlo como los pájaros.

Allí podíamos hablar sin que nadie nos escuchara, allí ocurrían las luchas por el poder, las peleas y las armonías entre mis tres hermanos menores y yo.
Dentro del galpón grande buscábamos utensilios para mejorar nuestra casa, nos servían varias cosas: una tabla vieja, un pedazo de cuerda, una lata vacía; cada objeto se transformaba, arriba del árbol, en algo útil. Así fue que una tabla se convirtió en puente entre dos ramas enormes,  y empezó el juego: pasar de una rama a la otra haciendo equilibrio.
Era la hora de la siesta, hacía calor y no se podía hacer ruido adentro; en la casa del árbol teníamos sombra y privacidad aseguradas. Trepamos como de costumbre y nos repartimos las ramas. Yo quería disfrutar del puente, me paré en la tabla, y mientras me sostenía con el brazo izquierdo levanté la cabeza para mirar el cielo, los racimos de hojas verdes que se estampaban contra el azul fue lo último que vi, en ese instante caí al precipicio. La tabla apolillada se había partido al medio.

Cuando volví a ver el cielo, ya no estaba abajo del árbol, sino cerca del aljibe, cómodamente acostada sobre el pedregullo y no entendía nada. Me rodeaba un círculo de ojos en cuclillas y alguien decía mi nombre como a lo lejos, todos me miraban expectantes. Tenía la cabeza mojada.
Volver a la conciencia es un instante dulce, se siente bien, como despertar de un sueño, pero en esa época yo aún no lo sabía.
Demoré dos días en volver a subir al árbol.



martes, 6 de junio de 2017

Gracias al miedo

Miedo adolescente
al rojo,
a la rosa,
a la sangre del cuerpo
y a la herida.

Traspasar el límite,
(de eso se trata crecer).
Buscar el propio límite
y encontrar
el color del fuego.



A las ocho

Ya casi es la hora. Caminan por la calle ojos con sonrisas y charlas animadas que no quieren disfrazarse. Ocho menos cinco. Hago pl...