La muerte lo andaba buscando, Gabriel
estaba con mucha fiebre y la diferencia entre estar dormido y despierto había
perdido significado. Su casa precaria se enfermó con él, estaban secas las
macetas de alegrías y los yuyos cubrían el sendero, desdibujándolo. Nadie había
barrido el piso desde que él se quedó sin fuerzas. En el único ambiente del
hogar había pocos muebles básicos; vivía solo desde que Adela había partido. La
hamaca donde le gustaba descansar se había enredado con el viento a unas ramas
del árbol de magnolia cercano al pequeño alero del frente de la casa.
La cama estaba bajo la ventana y por ahí se
escapó pensando en su isla. Era un mulato alto y fuerte que supo, mientras
pudo, disfrutar de la vida. Su tiempo se estaba acabando, lo sabía. Trajo a su
mente a Aurora, su madre, con nombre de arrorró, que le había hablado de “negritud”[1],
era negra y orgullosa de serlo. Ella le había enseñado a levantarse
después de cada caída, a nunca darse por vencido. La veía sonriendo, estaba en
la isla, y le abría los brazos para recibirlo, él puso la cabeza sobre su
hombro y ella acariciaba su nuca diciéndole ―no me fui, aquí estoy―. También
encontró a Adela, y los dos se veían jóvenes otra vez. Ella llevaba un
vestido blanco muy suelto y una flor de magnolia, en su mano derecha, que se la
ofrecía después de olerla, él hizo lo mismo y se deleitó con ese perfume dulce,
sosteniendo con las dos manos la blanca flor. Había niños corriendo y riendo
por todas partes. Mientras caminaba junto a Adela, vio los árboles cargados de
frutos de mangos y papayas y los limoneros con pompones amarillos, todos al
alcance de la mano de quien quisiera aprovecharlos. Pasaron frente a un grupo
de casas, eran todas iguales. Los pobladores ponían un cuidado especial en sus jardines
donde plantaban hortalizas y flores y competían entre ellos para ver cuál era
el mejor cuidado y el más hermoso.
Hombres
y mujeres trabajaban la tierra en forma colaborativa y nada les faltaba; a diario hacían jornadas de trabajo de seis horas para obtener para la comunidad las cosas necesarias para
una vida agradable y cómoda.
Vieron algunos animales ―bueyes y caballos― y pasaron
junto a los útiles de labranza que pertenecían a todos. Luego llegaron a un campo
sembrado de trigo dorado pronto para la cosecha. Todos iban vestidos del color
de la lana natural, casi blanco.
Él
estaba en su isla y había ido a despedirse, no lo había olvidado, allí donde todo es vida,
futuro, promesa y armonía, en su isla que tenía forma de medialuna. Pidió a
Adela que lo acompañara a la bahía, necesitaba saludar al mar y pedirle que lo
recibiera. Caminaron juntos un tramo hasta que comenzó a divisar el acantilado,
se despidió de ella diciéndole ―no olvides, siempre estaré presente entre todos los míos,
¡estaré!, no me olvides.
Terminaron las palabras y empezaron el rito: acercaron sus cabezas y apoyaron
cara con cara de frente sintiendo cada uno la respiración del otro como si
fuera la propia, con los brazos levantados hacia el cielo, juntaron las
palmas de sus manos y entrecruzaron los dedos, así comenzaron a bajar despacio
los brazos hasta que las manos quedaron a la altura de sus pechos casi pegados
entre sí. Sin separarse los rostros, permanecieron un largo minuto apretados intercambiándose
la energía en silencio. Desde lejos parecían ser una estatua blanca saludando
con los brazos en alto, como saludan los que triunfan, enclavada en un campo
verde.
Luego se separaron y ella emprendió el regreso. Era la segunda despedida.
Luego se separaron y ella emprendió el regreso. Era la segunda despedida.
Él
caminó un kilómetro más hacia la zona del acantilado donde el mar era muy profundo, y al llegar al lugar elegido se desnudó, se quitó la vincha del pelo y el amuleto; sentía una
paz enorme, y su cuerpo se había vuelto muy liviano. Miró el sol que estaba
declinando, le habló a las aguas que lo esperaban, se arrimó bien al borde del
acantilado y no sintió miedo cuando desde allí se arrojó.