viernes, 29 de septiembre de 2017

Una versión de Utopía

La muerte lo andaba buscando, Gabriel estaba con mucha fiebre y la diferencia entre estar dormido y despierto había perdido significado. Su casa precaria se enfermó con él, estaban secas las macetas de alegrías y los yuyos cubrían el sendero, desdibujándolo. Nadie había barrido el piso desde que él se quedó sin fuerzas. En el único ambiente del hogar había pocos muebles básicos; vivía solo desde que Adela había partido. La hamaca donde le gustaba descansar se había enredado con el viento a unas ramas del árbol de magnolia cercano al pequeño alero del frente de la casa.
La cama estaba bajo la ventana y por ahí se escapó pensando en su isla. Era un mulato alto y fuerte que supo, mientras pudo, disfrutar de la vida. Su tiempo se estaba acabando, lo sabía. Trajo a su mente a Aurora, su madre, con nombre de arrorró, que le había hablado de “negritud”[1], era negra y orgullosa de serlo. Ella le había enseñado a levantarse después de cada caída, a nunca darse por vencido. La veía sonriendo, estaba en la isla, y le abría los brazos para recibirlo, él puso la cabeza sobre su hombro y ella acariciaba su nuca diciéndole ―no me fui, aquí estoy―. También encontró a Adela, y los dos se veían jóvenes otra vez. Ella llevaba un vestido blanco muy suelto y una flor de magnolia, en su mano derecha, que se la ofrecía después de olerla, él hizo lo mismo y se deleitó con ese perfume dulce, sosteniendo con las dos manos la blanca flor. Había niños corriendo y riendo por todas partes. Mientras caminaba junto a Adela, vio los árboles cargados de frutos de mangos y papayas y los limoneros con pompones amarillos, todos al alcance de la mano de quien quisiera aprovecharlos. Pasaron frente a un grupo de casas, eran todas iguales. Los pobladores ponían un cuidado especial en sus jardines donde plantaban hortalizas y flores y competían entre ellos para ver cuál era el mejor cuidado y el más hermoso.
Hombres y mujeres trabajaban la tierra en forma colaborativa y nada les faltaba; a diario hacían jornadas de trabajo de seis horas para obtener para la comunidad las cosas necesarias para una vida agradable y cómoda. 
Vieron algunos animales ―bueyes y caballos― y pasaron junto a los útiles de labranza que pertenecían a todos. Luego llegaron a un campo sembrado de trigo dorado pronto para la cosecha. Todos iban vestidos del color de la lana natural, casi blanco.
Él estaba en su isla y había ido a despedirse, no lo había olvidado, allí donde todo es vida, futuro, promesa y armonía, en su isla que tenía forma de medialuna. Pidió a Adela que lo acompañara a la bahía, necesitaba saludar al mar y pedirle que lo recibiera. Caminaron juntos un tramo hasta que comenzó a divisar el acantilado, se despidió de ella diciéndole  ―no olvides, siempre estaré presente entre todos los míos, ¡estaré!, no me olvides. 
Terminaron las palabras y empezaron el rito: acercaron sus cabezas y apoyaron cara con cara de frente sintiendo cada uno la respiración del otro como si fuera la propia, con los brazos levantados hacia el cielo, juntaron las palmas de sus manos y entrecruzaron los dedos, así comenzaron a bajar despacio los brazos hasta que las manos quedaron a la altura de sus pechos casi pegados entre sí. Sin separarse los rostros, permanecieron un largo minuto apretados intercambiándose la energía en silencio. Desde lejos parecían ser una estatua blanca saludando con los brazos en alto, como saludan los que triunfan, enclavada en un campo verde. 
Luego se separaron y ella emprendió el regreso. Era la segunda despedida.
Él caminó un kilómetro más hacia la zona del acantilado donde el mar era muy profundo, y al llegar al lugar elegido se desnudó, se quitó la vincha del pelo y el amuleto; sentía una paz enorme, y su cuerpo se había vuelto muy liviano. Miró el sol que estaba declinando, le habló a las aguas que lo esperaban, se arrimó bien al borde del acantilado y no sintió miedo cuando desde allí se arrojó.




[1][1] “Es el conjunto de valores de civilización del mundo negro (…)”. Léopold Sedar Senghor

miércoles, 27 de septiembre de 2017

La tercera llamada


Cuando el celular sonó, no pudo respirar por un momento. Sabía que esa llamada le podía cambiar la vida.
Él le había prometido que iba a darle una respuesta, pero ella pensó: no quiero saber.
Miró el teléfono llamada entrante, Charles; al verlo sonriendo en el fondo de pantalla se acordó del momento en que ella le había tomado esa foto, fue un día de febrero al atardecer y allí desembarcó con el recuerdo.
Se veía junto a él caminando por la arena. El sol se estaba escondiendo, la playa casi vacía, el aire era impecable y les sobraba felicidad. 
Caminaban de la mano con los dedos entrelazados y parecían flotar en su propia nube, pocas palabras, y mucha luz en la cara de ambos cuando cruzaban miradas. Iban dejando sus huellas en la arena húmeda, mientras que el sol incendiado ponía pinceladas anaranjadas en los rostros antes de despedirse. Se sentaron en aquel tronco que sabía todos sus secretos de amor. Ella tenía muy presentes los ojos de él que eran capaces de atravesar sus pensamientos; sus manos gruesas buscando todos sus rincones le quitaban el aire, levemente, y se derretía.
¡Lo perdería todo! ¿Estaba dispuesta?
Otra vez llamada entrante, Charles; y no contestó. 
Su cabeza giraba en torno a los pros y los contras de sus nuevas condiciones. 
Hasta ayer habían sido una pareja abierta, cada uno era libre de tener otras historias y había funcionado bien, durante unos meses. Pero cuando lo vio hablándole al oído a una compañera de trabajo de otro sector, supo que no lo iba a tolerar.

Estaba decidida, y ese día antes de despedirse le dijo: ―quiero exclusividad. Y sintió que le cambiaba las reglas a mitad del juego. ―Mañana espero tu respuesta, ―se oyó decir a sí misma, pero en su interior había otra voz que gritaba muy fuerte: ―¡No quiero perderte! ―y solo ella la escuchaba, sin embargo, sus ojos también hablaban y no podía callarlos.
Había apostado fuerte, todo o nada, y ya le dolía el arrepentimiento. ―Él no es perfecto aunque se acerca mucho al hombre de mi vida, ―mencionó para sí.

Y tarareó en silencio a  Silvio,
"...no habla de uniones eternas
más se entrega cual si hubiera
solo un día para amar".
Buscó ayuda en su diálogo interior, revisó algunos párrafos del diario personal. Necesitaba aclarar su pensamiento, tomar una decisión, analizar cuáles podrían ser las alternativas, la mejor y la peor situación posibles, quería estar preparada para las dos.  
Ojeó unos conceptos de la psicología congnitiva, apareció Epicteto[i], el griego; hasta que encontró valor. 
Se miró en el espejo del corredor y se dijo: ―Estoy dispuesta. Voy a escucharlo.
El espejo le sonrió, e inmediatamente atendió la tercera llamada.




[i]Epicteto, filósofo griego, vivió parte de su vida como esclavo en Roma. Falleció el año 135 d.C.
 “No nos perturban las cosas, sino las opiniones que de ellas tenemos”

A las ocho

Ya casi es la hora. Caminan por la calle ojos con sonrisas y charlas animadas que no quieren disfrazarse. Ocho menos cinco. Hago pl...