martes, 22 de agosto de 2017

Juegos peligrosos

En los accesos a Montevideo, donde confluyen algunas rutas nacionales, antes de entrar en la ciudad, se han ido asentando viviendas, algunas de material y otras muy precarias. En ese grupo humano hay muchos niños de todas las edades.

Iván y Mica  andan casi siempre juntos, viven allí. Mica de once años y su hermano de nueve, tienen demasiado tiempo libre; con un padre inexistente y una madre que trabaja demasiadas horas en un barrio de la zona costera de la ciudad.
Era el mediodía, ese día no fueron a la escuela, porque hacía mucho frío para caminar las siete cuadras y se quedaron arrebujados sobre el colchón, después que la mamá se fue a trabajar. Ella les dijo: ―¡Vamos, vamos! Terminó la hora de dormir, en un rato más ya se levantan. ¿Escucharon? Mica, Iván, ¡ojo con dormirse! ¿eh? ―y subió el tono lo que provocó un sonido gutural de los niños, asintiendo. Luego remató con: ―¡Hay que ir a la escuela!
Pero no lo hicieron. Cuando el sol estaba alto salieron del rancho y fueron a buscar algo para comer, revolvieron basura en varios sitios hasta que encontraron. Ya estaban arrepentidos de no haber hecho caso, porque en la escuela había comedor, pero ya había pasado la hora.
Días atrás habían inventado un nuevo entretenimiento que consistía en atravesar uno de los puentes peatonales, que cruza la autopista en forma perpendicular, colgados de las barandas por el lado exterior de estas.
―¡Dale, Iván! Uno de cada lado y el primero que llega, ¡gana!
Las barandas formadas con barrotes de hierro paralelos y bastante juntos, no les permitía apoyar totalmente los pies, sino solo la punta. Se agarraban de la parte superior o pasamanos y así iban recorriendo el puente por fuera, no había piso.
Mica tenía ojos tristes casi verdes, con el pelo cortado tan rente que parecía un varón. Ella lloró y rogó por conservar su pelo enrulado castaño claro, pero no había tiempo para tratarle los piojos. A Iván, en cambio, no le preocupó que lo raparan. Sin pelo, parecía que tenía más grandes los ojos oscuros. Eran bajitos, a los dos les faltó puchero y se les notaba.
Caminaron sin rumbo hasta que se encontraron cerca de la autopista y vieron el puente, el sol estaba calentando el comienzo de la tarde y faltaba mucho para que su mamá volviera a casa.
―¡El que llega primero, gana! ―gritó Iván.
Corrieron los dos y empezaron el juego que ya conocían.
Se sentían felices colgados allá arriba mirando los autos y camiones que pasaban rápido por debajo de sus pies. Se sentían altos, grandes, traspasando los límites de lo seguro, volando.
Él quería ganarle a su hermana y se apuraba a meter y sacar los pies moviéndolos alternadamente entre los barrotes, iba avanzando.
¿Quién cuida a los niños?
¿Quién cuida a los pájaros?
Alguien pasó por debajo del puente, con su gran boca devoradora abierta y se relamió deseosa de engullir esos bocados tiernos; es alguien que nunca duerme y siempre observa a los niñospájaros. Despiadada y hedionda, es ella, la que odia a la vida y nunca se sacia, ahora está lista para dar un zarpazo.
Cuando ya habían atravesado más de la mitad de la longitud del puente, Iván iba muy confiado en que iba a alcanzar el triunfo, pero repentinamente un pie se le zafó y cuando intentó recuperarse los dos pies quedaron flotando en el aire. Se pudo agarrar de dos barrotes con ambas manos y su cuerpo quedó colgando al vacío.
Iván temblaba aguantando su peso en vilo, mientras gritaba pidiendo ayuda. Cuando su hermana lo oyó se le subió el corazón a la garganta y una bruma negra oscureció el día, logró solo enfocar y ver dos manos prendidas a los barrotes, nada más pudo distinguir.
―¡Iván, Iván! ¡Ahí voy! ¡No te sueltes! ―gritaba y gritaba como desesperada para alentarlo. Ella quería ayudarlo, pero para eso debía, en primer lugar, ingresar al puente pasando por encima del pasamanos y no era tan fácil.
Iván ya no podía más, tenía los antebrazos raspados de rozar contra el hormigón del piso del puente, mientras se bamboleaba intentando salvarse, ya no podía aguantar su peso.
Un muchacho del barrio comenzó a cruzar por el puente, cuando escuchó los gritos de los dos se puso a correr y alcanzó a ver un cuerpito colgando como una bandera blanca.
Mica aún no llegaba a ayudar a su hermano, cuando el hombre joven se agachó rápidamente y atrapó con fuerza las dos muñecas de Iván ―¡ya te tengo! ―le dijo fuerte y seguro, y lo repitió varias veces. Justo entonces, Mica no pudo frenar a tiempo y se chocó contra la baranda, trastabillándose. Allí se quedó parada mirando agradecida el rescate, lloraba sin hablar, mientras tocaba a su hermano con ambas manos como si quisiera asegurarse de que estaba vivo.

Hubo reproches y advertencias del muchacho indignado, pero en ese momento, ya nada más podía importar en el mundo para ellos.
Emprendieron la marcha y solo por un momento se miraron aliviados. Dejaron atrás al muchacho que quedó hablando y gesticulando solo. Se fueron los dos caminando, Mica le pasó la mano por el hombro mientras él la tomaba de la cintura.
Sin palabras y sin risas iban abrazados, rumbo a su casa.





martes, 1 de agosto de 2017

Testigo silencioso

El aljibe ocupaba un lugar privilegiado en medio de las edificaciones de la estancia en un patio abierto por el que circulaban, en distintos momentos del día, todas las personas que allí vivían. Tenía un brocal cuadrado y muy ancho como si fuera un cuadro con un gran paspartú, paralelo al cielo.
En veranos de niños, nos gustaba apoyar la panza en el brocal hasta que la cabeza apareciera reflejada en el espejo luminoso y perfecto, atrás se veían las nubes recién pintadas adentro del agua dulce, en ese cuadro que cambiaba cada día.
El agua más fresca era la del fondo cuando estaba recién sacada, el rito de baldear se repetía constantemente en los días de verano; tenía música de notas graves que se amplificaban en su interior cada vez que el balde de zinc golpeaba la superficie quieta del agua. Inmediatamente después cambiaban el ritmo y el timbre del sonido que se volvía agudo y constante mientras las manos tiraban de la cadena para subir el balde. La sinfonía finalizaba con corcheas transparentes que chorreaban durante unos segundos.
El aljibe fue testigo, en silencio. Él vio cuando se acercó Adela, esa mañana, a sacar agua dulce para enjuagar la ropa, en el mismo momento que aquel peón que tenía pocas semanas de contratado se detenía a beber del balde, con el jarrito de hierro esmaltado. Vio cuando el hombre se tiró el sombrero aludo hacia atrás, saludó sin apuro y no dejó de mirarla mientras bebía lentamente y observó, también, que a ella se le colorearon demasiado las mejillas y la asaltó el deseo impetuosamente escalando sus defensas.

Adela tenía veintiún años, había llegado a la estancia un año atrás con su familia: Elías, su marido y Abelito que tenía menos de dos años, único hijo de ambos. Ella cocinaba para el personal y él realizaba las tareas de "casero" del establecimiento que consistían en ordeñar las vacas de madrugada, limpiar los galpones y patios y también carnear* cada día, además de otros trabajos rurales.
Joven y buen mozo, Elías tenía una sonrisa amplia bajo el bigote negro, era pocos años mayor que ella y bien dispuesto para cumplir con el trabajo. Adela, era hermosa y tímida, casi sin hablar realizaba sus tareas. Después de la jornada laboral, los tres compartían, en la cocina grande, el mate y luego la cena, había sonrisas y se respiraba armonía. Al terminar el día, la familia se retiraba a los dormitorios.Quedaban algo alejados, eran varias piezas donde dormían ellos y también otros empleados.

Un día, después de la siesta, Elías fue a trabajar al monte para ayudar a cargar un acoplado del tractor con leña para las cocinas, pero una hora más tarde tuvo que regresar a las casas en busca de alambres y herramientas para solucionar un imprevisto. Entró al galpón grande y arrimó la pesada escalera para subir al altillo más alto. Ese lugar tenía como única iluminación un ojo de buey a través del cual se podía divisar una amplia zona donde estaban el galpón de las máquinas y los dormitorios rodeados del paisaje verde. El altillo estaba en penumbra, pero buscó y encontró en el piso oscuro lo que necesitaba. Al erguirse su cara quedó enfrentada al círculo de luz intensa, con los ojos aturdidos, la vista atravesó los treinta metros que lo separaban de la verdad. Fue en ese momento, Adela sale de su pieza y entra en la contigua, el peón nuevo, que le doblaba en edad, es quien le abre la puerta.
Elías sintió vértigo, los oídos le zumbaban, se le cerró la garganta y las tripas le dieron un revolcón, seguía mirando hacia los dormitorios con los ojos inundados, sentía calor y frío, temblaba. Dio bramidos con violencia e ira -sabía que nadie lo iba a escuchar- y siguió llorando sin dejar de mirar por el ojo de buey. Tal vez, esperaba que ella saliera enseguida y poder pensar que nada había sucedido, pero los minutos galopaban en sus sienes y dolían, casi media hora después, Adela salió y él la vio entrando, rápidamente, al dormitorio familiar.
Durante ese tiempo interminable, Elías programó sus pasos. Era un hombre pacífico y necesitaba cuidar el trabajo. Puso los pies en la tierra, se lavó la cara y regresó al monte.

Así como cambian todos los colores cuando se esconde el sol en los atardeceres de verano, también en la cocina grande todo había cambiado y la frialdad era insoportable, solo la voz de Abelito se escuchaba y fue la última jornada que el niño vivió con papá y mamá, él no pudo elegir.
Transcurrida la noche, partieron los tres de madrugada, Elías llevó a Adela a la casa de sus padres y allí la dejó. Al otro día, solo volvieron a la estancia Abelito y su papá.

En los tiempos siguientes el padre se ocupó del chiquito sin descuidar el trabajo, se tenían el uno al otro. A Elías se lo veía montado a caballo con el niño por delante cuando juntaba las vacas lecheras; o realizando las tareas en las casas, casi siempre, con Abelito al lado que lo seguía a todas partes como un corderito guacho.










* Matar y descuartizar a un animal para aprovechar su carne, en este caso un ovino.


A las ocho

Ya casi es la hora. Caminan por la calle ojos con sonrisas y charlas animadas que no quieren disfrazarse. Ocho menos cinco. Hago pl...