martes, 1 de agosto de 2017

Testigo silencioso

El aljibe ocupaba un lugar privilegiado en medio de las edificaciones de la estancia en un patio abierto por el que circulaban, en distintos momentos del día, todas las personas que allí vivían. Tenía un brocal cuadrado y muy ancho como si fuera un cuadro con un gran paspartú, paralelo al cielo.
En veranos de niños, nos gustaba apoyar la panza en el brocal hasta que la cabeza apareciera reflejada en el espejo luminoso y perfecto, atrás se veían las nubes recién pintadas adentro del agua dulce, en ese cuadro que cambiaba cada día.
El agua más fresca era la del fondo cuando estaba recién sacada, el rito de baldear se repetía constantemente en los días de verano; tenía música de notas graves que se amplificaban en su interior cada vez que el balde de zinc golpeaba la superficie quieta del agua. Inmediatamente después cambiaban el ritmo y el timbre del sonido que se volvía agudo y constante mientras las manos tiraban de la cadena para subir el balde. La sinfonía finalizaba con corcheas transparentes que chorreaban durante unos segundos.
El aljibe fue testigo, en silencio. Él vio cuando se acercó Adela, esa mañana, a sacar agua dulce para enjuagar la ropa, en el mismo momento que aquel peón que tenía pocas semanas de contratado se detenía a beber del balde, con el jarrito de hierro esmaltado. Vio cuando el hombre se tiró el sombrero aludo hacia atrás, saludó sin apuro y no dejó de mirarla mientras bebía lentamente y observó, también, que a ella se le colorearon demasiado las mejillas y la asaltó el deseo impetuosamente escalando sus defensas.

Adela tenía veintiún años, había llegado a la estancia un año atrás con su familia: Elías, su marido y Abelito que tenía menos de dos años, único hijo de ambos. Ella cocinaba para el personal y él realizaba las tareas de "casero" del establecimiento que consistían en ordeñar las vacas de madrugada, limpiar los galpones y patios y también carnear* cada día, además de otros trabajos rurales.
Joven y buen mozo, Elías tenía una sonrisa amplia bajo el bigote negro, era pocos años mayor que ella y bien dispuesto para cumplir con el trabajo. Adela, era hermosa y tímida, casi sin hablar realizaba sus tareas. Después de la jornada laboral, los tres compartían, en la cocina grande, el mate y luego la cena, había sonrisas y se respiraba armonía. Al terminar el día, la familia se retiraba a los dormitorios.Quedaban algo alejados, eran varias piezas donde dormían ellos y también otros empleados.

Un día, después de la siesta, Elías fue a trabajar al monte para ayudar a cargar un acoplado del tractor con leña para las cocinas, pero una hora más tarde tuvo que regresar a las casas en busca de alambres y herramientas para solucionar un imprevisto. Entró al galpón grande y arrimó la pesada escalera para subir al altillo más alto. Ese lugar tenía como única iluminación un ojo de buey a través del cual se podía divisar una amplia zona donde estaban el galpón de las máquinas y los dormitorios rodeados del paisaje verde. El altillo estaba en penumbra, pero buscó y encontró en el piso oscuro lo que necesitaba. Al erguirse su cara quedó enfrentada al círculo de luz intensa, con los ojos aturdidos, la vista atravesó los treinta metros que lo separaban de la verdad. Fue en ese momento, Adela sale de su pieza y entra en la contigua, el peón nuevo, que le doblaba en edad, es quien le abre la puerta.
Elías sintió vértigo, los oídos le zumbaban, se le cerró la garganta y las tripas le dieron un revolcón, seguía mirando hacia los dormitorios con los ojos inundados, sentía calor y frío, temblaba. Dio bramidos con violencia e ira -sabía que nadie lo iba a escuchar- y siguió llorando sin dejar de mirar por el ojo de buey. Tal vez, esperaba que ella saliera enseguida y poder pensar que nada había sucedido, pero los minutos galopaban en sus sienes y dolían, casi media hora después, Adela salió y él la vio entrando, rápidamente, al dormitorio familiar.
Durante ese tiempo interminable, Elías programó sus pasos. Era un hombre pacífico y necesitaba cuidar el trabajo. Puso los pies en la tierra, se lavó la cara y regresó al monte.

Así como cambian todos los colores cuando se esconde el sol en los atardeceres de verano, también en la cocina grande todo había cambiado y la frialdad era insoportable, solo la voz de Abelito se escuchaba y fue la última jornada que el niño vivió con papá y mamá, él no pudo elegir.
Transcurrida la noche, partieron los tres de madrugada, Elías llevó a Adela a la casa de sus padres y allí la dejó. Al otro día, solo volvieron a la estancia Abelito y su papá.

En los tiempos siguientes el padre se ocupó del chiquito sin descuidar el trabajo, se tenían el uno al otro. A Elías se lo veía montado a caballo con el niño por delante cuando juntaba las vacas lecheras; o realizando las tareas en las casas, casi siempre, con Abelito al lado que lo seguía a todas partes como un corderito guacho.










* Matar y descuartizar a un animal para aprovechar su carne, en este caso un ovino.


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