viernes, 17 de noviembre de 2017

A las ocho

Ya casi es la hora.
Caminan por la calle ojos con sonrisas y charlas animadas que no quieren disfrazarse.
Ocho menos cinco.
Hago planes para dos en noche de luna primaveral.
Imagino lo que le cuento, imagino lo que me dice y su voz que aún no llega suena en mi adentro.
Anticipo su imagen doblando la esquina y su gesto despreocupado.
El reloj me mira y le pido calma, recostada en la columna bajo un cono de luz, desgrano quince minutos y se me inquieta el alma.
Hasta que llegó su mensaje que ocultó la luna y oscureció la noche. Cambió el cristal de la mirada, y se instaló el reproche.
Como cae el rocío, se sintió caer el silencio. 
Veo rostros desconfiados que pasan apurados sin hablar.
Mustia, camino de regreso, mientras releo tus excusas falsas
y ¡no te las creo!

Hay flores que se cierran de noche.

jueves, 19 de octubre de 2017

Un minuto

Hablan por la espalda, cantando en la tele.
El sol despampanante a través de las generosas ventanas.
Rojo, rosado, azul, violeta y amarillo en los tonos de alegrías y pensamientos.
Sin nubes a la vista ¡ni una sola!
El teléfono que suena cerquita.
La calle quieta a la hora de la siesta.
Pajaritos alborotados que alborotan el aire con sus píos.
Primavera que aletea colándose por todos los rincones de la casa.
Sombras de las hojas moviéndose sobre la mesa de madera del comedor.
Vapores dorados del té de cardamomo y jengibre.
Inspiración profunda y espiración lenta para disfrutar, aún más, el perfume de la vida.
Una armónica, dos guitarras y dos varones que cantan:
"llorar, llorar, llorar por vos".


viernes, 29 de septiembre de 2017

Una versión de Utopía

La muerte lo andaba buscando, Gabriel estaba con mucha fiebre y la diferencia entre estar dormido y despierto había perdido significado. Su casa precaria se enfermó con él, estaban secas las macetas de alegrías y los yuyos cubrían el sendero, desdibujándolo. Nadie había barrido el piso desde que él se quedó sin fuerzas. En el único ambiente del hogar había pocos muebles básicos; vivía solo desde que Adela había partido. La hamaca donde le gustaba descansar se había enredado con el viento a unas ramas del árbol de magnolia cercano al pequeño alero del frente de la casa.
La cama estaba bajo la ventana y por ahí se escapó pensando en su isla. Era un mulato alto y fuerte que supo, mientras pudo, disfrutar de la vida. Su tiempo se estaba acabando, lo sabía. Trajo a su mente a Aurora, su madre, con nombre de arrorró, que le había hablado de “negritud”[1], era negra y orgullosa de serlo. Ella le había enseñado a levantarse después de cada caída, a nunca darse por vencido. La veía sonriendo, estaba en la isla, y le abría los brazos para recibirlo, él puso la cabeza sobre su hombro y ella acariciaba su nuca diciéndole ―no me fui, aquí estoy―. También encontró a Adela, y los dos se veían jóvenes otra vez. Ella llevaba un vestido blanco muy suelto y una flor de magnolia, en su mano derecha, que se la ofrecía después de olerla, él hizo lo mismo y se deleitó con ese perfume dulce, sosteniendo con las dos manos la blanca flor. Había niños corriendo y riendo por todas partes. Mientras caminaba junto a Adela, vio los árboles cargados de frutos de mangos y papayas y los limoneros con pompones amarillos, todos al alcance de la mano de quien quisiera aprovecharlos. Pasaron frente a un grupo de casas, eran todas iguales. Los pobladores ponían un cuidado especial en sus jardines donde plantaban hortalizas y flores y competían entre ellos para ver cuál era el mejor cuidado y el más hermoso.
Hombres y mujeres trabajaban la tierra en forma colaborativa y nada les faltaba; a diario hacían jornadas de trabajo de seis horas para obtener para la comunidad las cosas necesarias para una vida agradable y cómoda. 
Vieron algunos animales ―bueyes y caballos― y pasaron junto a los útiles de labranza que pertenecían a todos. Luego llegaron a un campo sembrado de trigo dorado pronto para la cosecha. Todos iban vestidos del color de la lana natural, casi blanco.
Él estaba en su isla y había ido a despedirse, no lo había olvidado, allí donde todo es vida, futuro, promesa y armonía, en su isla que tenía forma de medialuna. Pidió a Adela que lo acompañara a la bahía, necesitaba saludar al mar y pedirle que lo recibiera. Caminaron juntos un tramo hasta que comenzó a divisar el acantilado, se despidió de ella diciéndole  ―no olvides, siempre estaré presente entre todos los míos, ¡estaré!, no me olvides. 
Terminaron las palabras y empezaron el rito: acercaron sus cabezas y apoyaron cara con cara de frente sintiendo cada uno la respiración del otro como si fuera la propia, con los brazos levantados hacia el cielo, juntaron las palmas de sus manos y entrecruzaron los dedos, así comenzaron a bajar despacio los brazos hasta que las manos quedaron a la altura de sus pechos casi pegados entre sí. Sin separarse los rostros, permanecieron un largo minuto apretados intercambiándose la energía en silencio. Desde lejos parecían ser una estatua blanca saludando con los brazos en alto, como saludan los que triunfan, enclavada en un campo verde. 
Luego se separaron y ella emprendió el regreso. Era la segunda despedida.
Él caminó un kilómetro más hacia la zona del acantilado donde el mar era muy profundo, y al llegar al lugar elegido se desnudó, se quitó la vincha del pelo y el amuleto; sentía una paz enorme, y su cuerpo se había vuelto muy liviano. Miró el sol que estaba declinando, le habló a las aguas que lo esperaban, se arrimó bien al borde del acantilado y no sintió miedo cuando desde allí se arrojó.




[1][1] “Es el conjunto de valores de civilización del mundo negro (…)”. Léopold Sedar Senghor

miércoles, 27 de septiembre de 2017

La tercera llamada


Cuando el celular sonó, no pudo respirar por un momento. Sabía que esa llamada le podía cambiar la vida.
Él le había prometido que iba a darle una respuesta, pero ella pensó: no quiero saber.
Miró el teléfono llamada entrante, Charles; al verlo sonriendo en el fondo de pantalla se acordó del momento en que ella le había tomado esa foto, fue un día de febrero al atardecer y allí desembarcó con el recuerdo.
Se veía junto a él caminando por la arena. El sol se estaba escondiendo, la playa casi vacía, el aire era impecable y les sobraba felicidad. 
Caminaban de la mano con los dedos entrelazados y parecían flotar en su propia nube, pocas palabras, y mucha luz en la cara de ambos cuando cruzaban miradas. Iban dejando sus huellas en la arena húmeda, mientras que el sol incendiado ponía pinceladas anaranjadas en los rostros antes de despedirse. Se sentaron en aquel tronco que sabía todos sus secretos de amor. Ella tenía muy presentes los ojos de él que eran capaces de atravesar sus pensamientos; sus manos gruesas buscando todos sus rincones le quitaban el aire, levemente, y se derretía.
¡Lo perdería todo! ¿Estaba dispuesta?
Otra vez llamada entrante, Charles; y no contestó. 
Su cabeza giraba en torno a los pros y los contras de sus nuevas condiciones. 
Hasta ayer habían sido una pareja abierta, cada uno era libre de tener otras historias y había funcionado bien, durante unos meses. Pero cuando lo vio hablándole al oído a una compañera de trabajo de otro sector, supo que no lo iba a tolerar.

Estaba decidida, y ese día antes de despedirse le dijo: ―quiero exclusividad. Y sintió que le cambiaba las reglas a mitad del juego. ―Mañana espero tu respuesta, ―se oyó decir a sí misma, pero en su interior había otra voz que gritaba muy fuerte: ―¡No quiero perderte! ―y solo ella la escuchaba, sin embargo, sus ojos también hablaban y no podía callarlos.
Había apostado fuerte, todo o nada, y ya le dolía el arrepentimiento. ―Él no es perfecto aunque se acerca mucho al hombre de mi vida, ―mencionó para sí.

Y tarareó en silencio a  Silvio,
"...no habla de uniones eternas
más se entrega cual si hubiera
solo un día para amar".
Buscó ayuda en su diálogo interior, revisó algunos párrafos del diario personal. Necesitaba aclarar su pensamiento, tomar una decisión, analizar cuáles podrían ser las alternativas, la mejor y la peor situación posibles, quería estar preparada para las dos.  
Ojeó unos conceptos de la psicología congnitiva, apareció Epicteto[i], el griego; hasta que encontró valor. 
Se miró en el espejo del corredor y se dijo: ―Estoy dispuesta. Voy a escucharlo.
El espejo le sonrió, e inmediatamente atendió la tercera llamada.




[i]Epicteto, filósofo griego, vivió parte de su vida como esclavo en Roma. Falleció el año 135 d.C.
 “No nos perturban las cosas, sino las opiniones que de ellas tenemos”

martes, 22 de agosto de 2017

Juegos peligrosos

En los accesos a Montevideo, donde confluyen algunas rutas nacionales, antes de entrar en la ciudad, se han ido asentando viviendas, algunas de material y otras muy precarias. En ese grupo humano hay muchos niños de todas las edades.

Iván y Mica  andan casi siempre juntos, viven allí. Mica de once años y su hermano de nueve, tienen demasiado tiempo libre; con un padre inexistente y una madre que trabaja demasiadas horas en un barrio de la zona costera de la ciudad.
Era el mediodía, ese día no fueron a la escuela, porque hacía mucho frío para caminar las siete cuadras y se quedaron arrebujados sobre el colchón, después que la mamá se fue a trabajar. Ella les dijo: ―¡Vamos, vamos! Terminó la hora de dormir, en un rato más ya se levantan. ¿Escucharon? Mica, Iván, ¡ojo con dormirse! ¿eh? ―y subió el tono lo que provocó un sonido gutural de los niños, asintiendo. Luego remató con: ―¡Hay que ir a la escuela!
Pero no lo hicieron. Cuando el sol estaba alto salieron del rancho y fueron a buscar algo para comer, revolvieron basura en varios sitios hasta que encontraron. Ya estaban arrepentidos de no haber hecho caso, porque en la escuela había comedor, pero ya había pasado la hora.
Días atrás habían inventado un nuevo entretenimiento que consistía en atravesar uno de los puentes peatonales, que cruza la autopista en forma perpendicular, colgados de las barandas por el lado exterior de estas.
―¡Dale, Iván! Uno de cada lado y el primero que llega, ¡gana!
Las barandas formadas con barrotes de hierro paralelos y bastante juntos, no les permitía apoyar totalmente los pies, sino solo la punta. Se agarraban de la parte superior o pasamanos y así iban recorriendo el puente por fuera, no había piso.
Mica tenía ojos tristes casi verdes, con el pelo cortado tan rente que parecía un varón. Ella lloró y rogó por conservar su pelo enrulado castaño claro, pero no había tiempo para tratarle los piojos. A Iván, en cambio, no le preocupó que lo raparan. Sin pelo, parecía que tenía más grandes los ojos oscuros. Eran bajitos, a los dos les faltó puchero y se les notaba.
Caminaron sin rumbo hasta que se encontraron cerca de la autopista y vieron el puente, el sol estaba calentando el comienzo de la tarde y faltaba mucho para que su mamá volviera a casa.
―¡El que llega primero, gana! ―gritó Iván.
Corrieron los dos y empezaron el juego que ya conocían.
Se sentían felices colgados allá arriba mirando los autos y camiones que pasaban rápido por debajo de sus pies. Se sentían altos, grandes, traspasando los límites de lo seguro, volando.
Él quería ganarle a su hermana y se apuraba a meter y sacar los pies moviéndolos alternadamente entre los barrotes, iba avanzando.
¿Quién cuida a los niños?
¿Quién cuida a los pájaros?
Alguien pasó por debajo del puente, con su gran boca devoradora abierta y se relamió deseosa de engullir esos bocados tiernos; es alguien que nunca duerme y siempre observa a los niñospájaros. Despiadada y hedionda, es ella, la que odia a la vida y nunca se sacia, ahora está lista para dar un zarpazo.
Cuando ya habían atravesado más de la mitad de la longitud del puente, Iván iba muy confiado en que iba a alcanzar el triunfo, pero repentinamente un pie se le zafó y cuando intentó recuperarse los dos pies quedaron flotando en el aire. Se pudo agarrar de dos barrotes con ambas manos y su cuerpo quedó colgando al vacío.
Iván temblaba aguantando su peso en vilo, mientras gritaba pidiendo ayuda. Cuando su hermana lo oyó se le subió el corazón a la garganta y una bruma negra oscureció el día, logró solo enfocar y ver dos manos prendidas a los barrotes, nada más pudo distinguir.
―¡Iván, Iván! ¡Ahí voy! ¡No te sueltes! ―gritaba y gritaba como desesperada para alentarlo. Ella quería ayudarlo, pero para eso debía, en primer lugar, ingresar al puente pasando por encima del pasamanos y no era tan fácil.
Iván ya no podía más, tenía los antebrazos raspados de rozar contra el hormigón del piso del puente, mientras se bamboleaba intentando salvarse, ya no podía aguantar su peso.
Un muchacho del barrio comenzó a cruzar por el puente, cuando escuchó los gritos de los dos se puso a correr y alcanzó a ver un cuerpito colgando como una bandera blanca.
Mica aún no llegaba a ayudar a su hermano, cuando el hombre joven se agachó rápidamente y atrapó con fuerza las dos muñecas de Iván ―¡ya te tengo! ―le dijo fuerte y seguro, y lo repitió varias veces. Justo entonces, Mica no pudo frenar a tiempo y se chocó contra la baranda, trastabillándose. Allí se quedó parada mirando agradecida el rescate, lloraba sin hablar, mientras tocaba a su hermano con ambas manos como si quisiera asegurarse de que estaba vivo.

Hubo reproches y advertencias del muchacho indignado, pero en ese momento, ya nada más podía importar en el mundo para ellos.
Emprendieron la marcha y solo por un momento se miraron aliviados. Dejaron atrás al muchacho que quedó hablando y gesticulando solo. Se fueron los dos caminando, Mica le pasó la mano por el hombro mientras él la tomaba de la cintura.
Sin palabras y sin risas iban abrazados, rumbo a su casa.





martes, 1 de agosto de 2017

Testigo silencioso

El aljibe ocupaba un lugar privilegiado en medio de las edificaciones de la estancia en un patio abierto por el que circulaban, en distintos momentos del día, todas las personas que allí vivían. Tenía un brocal cuadrado y muy ancho como si fuera un cuadro con un gran paspartú, paralelo al cielo.
En veranos de niños, nos gustaba apoyar la panza en el brocal hasta que la cabeza apareciera reflejada en el espejo luminoso y perfecto, atrás se veían las nubes recién pintadas adentro del agua dulce, en ese cuadro que cambiaba cada día.
El agua más fresca era la del fondo cuando estaba recién sacada, el rito de baldear se repetía constantemente en los días de verano; tenía música de notas graves que se amplificaban en su interior cada vez que el balde de zinc golpeaba la superficie quieta del agua. Inmediatamente después cambiaban el ritmo y el timbre del sonido que se volvía agudo y constante mientras las manos tiraban de la cadena para subir el balde. La sinfonía finalizaba con corcheas transparentes que chorreaban durante unos segundos.
El aljibe fue testigo, en silencio. Él vio cuando se acercó Adela, esa mañana, a sacar agua dulce para enjuagar la ropa, en el mismo momento que aquel peón que tenía pocas semanas de contratado se detenía a beber del balde, con el jarrito de hierro esmaltado. Vio cuando el hombre se tiró el sombrero aludo hacia atrás, saludó sin apuro y no dejó de mirarla mientras bebía lentamente y observó, también, que a ella se le colorearon demasiado las mejillas y la asaltó el deseo impetuosamente escalando sus defensas.

Adela tenía veintiún años, había llegado a la estancia un año atrás con su familia: Elías, su marido y Abelito que tenía menos de dos años, único hijo de ambos. Ella cocinaba para el personal y él realizaba las tareas de "casero" del establecimiento que consistían en ordeñar las vacas de madrugada, limpiar los galpones y patios y también carnear* cada día, además de otros trabajos rurales.
Joven y buen mozo, Elías tenía una sonrisa amplia bajo el bigote negro, era pocos años mayor que ella y bien dispuesto para cumplir con el trabajo. Adela, era hermosa y tímida, casi sin hablar realizaba sus tareas. Después de la jornada laboral, los tres compartían, en la cocina grande, el mate y luego la cena, había sonrisas y se respiraba armonía. Al terminar el día, la familia se retiraba a los dormitorios.Quedaban algo alejados, eran varias piezas donde dormían ellos y también otros empleados.

Un día, después de la siesta, Elías fue a trabajar al monte para ayudar a cargar un acoplado del tractor con leña para las cocinas, pero una hora más tarde tuvo que regresar a las casas en busca de alambres y herramientas para solucionar un imprevisto. Entró al galpón grande y arrimó la pesada escalera para subir al altillo más alto. Ese lugar tenía como única iluminación un ojo de buey a través del cual se podía divisar una amplia zona donde estaban el galpón de las máquinas y los dormitorios rodeados del paisaje verde. El altillo estaba en penumbra, pero buscó y encontró en el piso oscuro lo que necesitaba. Al erguirse su cara quedó enfrentada al círculo de luz intensa, con los ojos aturdidos, la vista atravesó los treinta metros que lo separaban de la verdad. Fue en ese momento, Adela sale de su pieza y entra en la contigua, el peón nuevo, que le doblaba en edad, es quien le abre la puerta.
Elías sintió vértigo, los oídos le zumbaban, se le cerró la garganta y las tripas le dieron un revolcón, seguía mirando hacia los dormitorios con los ojos inundados, sentía calor y frío, temblaba. Dio bramidos con violencia e ira -sabía que nadie lo iba a escuchar- y siguió llorando sin dejar de mirar por el ojo de buey. Tal vez, esperaba que ella saliera enseguida y poder pensar que nada había sucedido, pero los minutos galopaban en sus sienes y dolían, casi media hora después, Adela salió y él la vio entrando, rápidamente, al dormitorio familiar.
Durante ese tiempo interminable, Elías programó sus pasos. Era un hombre pacífico y necesitaba cuidar el trabajo. Puso los pies en la tierra, se lavó la cara y regresó al monte.

Así como cambian todos los colores cuando se esconde el sol en los atardeceres de verano, también en la cocina grande todo había cambiado y la frialdad era insoportable, solo la voz de Abelito se escuchaba y fue la última jornada que el niño vivió con papá y mamá, él no pudo elegir.
Transcurrida la noche, partieron los tres de madrugada, Elías llevó a Adela a la casa de sus padres y allí la dejó. Al otro día, solo volvieron a la estancia Abelito y su papá.

En los tiempos siguientes el padre se ocupó del chiquito sin descuidar el trabajo, se tenían el uno al otro. A Elías se lo veía montado a caballo con el niño por delante cuando juntaba las vacas lecheras; o realizando las tareas en las casas, casi siempre, con Abelito al lado que lo seguía a todas partes como un corderito guacho.










* Matar y descuartizar a un animal para aprovechar su carne, en este caso un ovino.


miércoles, 14 de junio de 2017

Volver a trepar

Observar desde arriba sin ser visto es casi ser pájaro.
Las alturas cambian las cosas, no se respetan los tamaños y los grandes se hacen chicos.

Los ombúes generosos son los que tienen un tronco ancho desde donde parten las ramas gruesas buscando el cielo. Esa forma de cilindro chato ofrece un fácil acceso al primer nivel de altura. Estos árboles abren los brazos y reciben a los niños que quieran trepar.

El ombú grande me sostenía en sus faldas, yo me sentaba sobre su piel rugosa y él escuchaba mis pensamientos, sin ningún apuro; luego me dejaba entrar en él sujetándome de una rama baja dispuesta como agarradero.
El ombú grande tenía todo: la cocina en un grupo de ramas, subiendo hasta otro tramo estaba el estar que tenía verdaderos asientos formados por tablas que habíamos colocado entre una rama y otra. Pero, ¡una lástima!, el árbol carecía de dormitorio, es que precisábamos una superficie plana.
En la cocina teníamos un trozo de galleta de campaña por si nos daba hambre ―aunque a veces las hormigas negras nos ganaban de mano― y un vaso de aluminio con agua, también una ollita agujereada y un palito-cuchara para revolver "la comida" hecha a base de semillas y hojas verdes de ombú.
Cada día, luego de trepar mis hermanos y yo nos repartíamos las tareas y la actividad de la casa: cocinar, limpiar, ordenar y "comer". Además, traíamos al árbol algunos objetos, un día subimos (sin que nos vieran) la radio Spica ―y no cuento, por miedo al rezongo, que se me cayó desde lo alto, pero siguió funcionando―, otro día llevamos el largavista de papá (nadie lo supo).
El disfrute mayor era comer pan casero trepados en la casa del árbol. A mitad de mañana salían de la cocina a leña los panes grandes y dorados; había que esperar a que se enfriaran mientras se nos hacía agua la boca, puedo sentir, aún, el olor irrepetible que vagaba en el aire. Luego de unos minutos interminables, Mamá cortaba gruesas rodajas de pan tibio ―que ella misma amasaba y horneaba― y las repartía, así nos íbamos cada uno con su trofeo a disfrutarlo como los pájaros.

Allí podíamos hablar sin que nadie nos escuchara, allí ocurrían las luchas por el poder, las peleas y las armonías entre mis tres hermanos menores y yo.
Dentro del galpón grande buscábamos utensilios para mejorar nuestra casa, nos servían varias cosas: una tabla vieja, un pedazo de cuerda, una lata vacía; cada objeto se transformaba, arriba del árbol, en algo útil. Así fue que una tabla se convirtió en puente entre dos ramas enormes,  y empezó el juego: pasar de una rama a la otra haciendo equilibrio.
Era la hora de la siesta, hacía calor y no se podía hacer ruido adentro; en la casa del árbol teníamos sombra y privacidad aseguradas. Trepamos como de costumbre y nos repartimos las ramas. Yo quería disfrutar del puente, me paré en la tabla, y mientras me sostenía con el brazo izquierdo levanté la cabeza para mirar el cielo, los racimos de hojas verdes que se estampaban contra el azul fue lo último que vi, en ese instante caí al precipicio. La tabla apolillada se había partido al medio.

Cuando volví a ver el cielo, ya no estaba abajo del árbol, sino cerca del aljibe, cómodamente acostada sobre el pedregullo y no entendía nada. Me rodeaba un círculo de ojos en cuclillas y alguien decía mi nombre como a lo lejos, todos me miraban expectantes. Tenía la cabeza mojada.
Volver a la conciencia es un instante dulce, se siente bien, como despertar de un sueño, pero en esa época yo aún no lo sabía.
Demoré dos días en volver a subir al árbol.



A las ocho

Ya casi es la hora. Caminan por la calle ojos con sonrisas y charlas animadas que no quieren disfrazarse. Ocho menos cinco. Hago pl...